Una desgracia marca a varias generaciones. Alguna vez lo conté pero a veces las redundancias no son negativas. Mi mamá perdió a la suya cuando tenía veinte años. Un accidente sobre el que pude leer la información hace poco en una hemeroteca. Clarín, del 4 de octubre de 1947, publicaba la noticia en la página 10 de un camión que embistió a un colectivo en la esquina de Tres Arroyos y Trelles, en Capital. Y daba el nombre de mi abuela como víctima.
Podría hablar de lo que esa muerte significó para mi mamá, su hermana y mi abuelo. El mundo dejó de girar, se detuvo y todos -durante y después de un año de luto- cambiaron planes para mantenerse juntos. Pero no quiero hablar de eso sino de cómo el accidente influyó mucho tiempo después en los nietos que en esa época ni proyecto éramos. No voy a decir que en casa no había alegría ni optimismo porque mi familia siempre creyó en eso de tirar para adelante, de construir a partir del estudio, del trabajo. Lo que sí había -en especial de parte de mi mamá, y algo se transmitió- era la idea de que lo malo podía llegar en cualquier momento. No tanto lo malo con mayúscula sino lo cotidiano. Abrigarse aunque no hiciera tanto frío porque el pronóstico quizás cambiara. Cuidarse mucho en la ruta porque los accidentes eran moneda corriente. Ser precavido con los enchufes: ¿y si daban una “patada”? Mejor no andar en bicicleta por la calle. Y así. Nada de esto era en verdad disparatado, sólo había una sensibilidad especial, un estado de alerta que te hacía sentir la fragilidad. Esa fue la línea que heredé de aquella tragedia.
Supongo que nadie es independiente de su pasado. Ni sería deseable serlo. Pero vale recordar que los grandes puntos de inflexión familiares -los buenos y los malos- dejan indicios y huellas en más de una generación. Por eso conviene ser cauto. O consciente de que lo que pasó no termina en nosotros sino que se mantiene en nuestra cultura íntima. Preservarla parece positivo, evitar que genere pequeños tabús en el día a día, también.