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sábado, 5 octubre, 2024

Gisèle Pelicot y Fabiola Yañez, dos mujeres que nos miran desde sus dramas

En cuanto las alcobas permanecieron cerradas al ojo público, la creciente inserción de las mujeres en el trabajo, las empresas y la política aparecía como una “revolución silenciosa”. Hoy, que se abrieron las puertas de par en par y los ruidos de llantos y gritos han llegado a los tribunales y compiten por las audiencias en las pantallas globales, vamos descubriendo que los silencios eran una ficción. No se escuchaban porque las puertas de la intimidad estaban cerradas a cal y canto, resguardadas por las apariencias y los mandatos sociales. La vida privada, la que se vive de a dos, sin testigos, nos protegía de lo que realmente sucede en algunas alcobas, como vemos a un lado y otro del Atlántico.

“Fabiola nunca fue Fernández y a Gisèle ya debiéramos nombrar con su nombre de pila para desposeerla del Pelicot del marido, que la manipuló como a una muñeca”

Dramas que se ventilan en los tribunales y nos llevan a ingresar en los dormitorios de Fabiola y Gisèle, dos mujeres con nombres de protagonistas de telenovela. Fabiola nunca fue Fernández y a Gisèle ya debiéramos nombrar con su nombre de pila para desposeerla del Pelicot del marido, que la manipuló como a una muñeca y organizó para sí el espectáculo de ofrecer a su mujer para que otros hombres la abusaran sexualmente. Ya no una violación en la oscuridad de una calle vacía a punta de pistola, ni con manadas de jóvenes drogados, sino la violación conyugal de la que poco se habla porque se trata de dos personas adultas que comparten el lecho y el hogar, y ante los ojos de los otros se muestran como personas normales. Como sucedió de este lado del mundo, donde Fabiola Yañez, la ex primera dama, se metió en nuestras casas, con los insultos, los moretones y la ira de un presidente que daba lecciones de feminismo.

“Gisèle y Fabiola viven en geografías diferentes, separadas no solo por la distancia sino también por lo que desde aquí vemos como desarrollo civilizatorio”

Casada desde hace medio siglo con Dominique Pelicot –el padre de sus tres hijos y abuelo de siete nietos que viven en el medieval pueblo de Mazan, en el sureste de Francia– Gisèle podría ser la abuela de Fabiola. El tiempo que las separa coincide con las olas del feminismo, el movimiento de mujeres que fue denunciando lo que sucedía a puertas cerradas, las violaciones, los abusos sexuales y los asesinatos de las mujeres a manos de quienes les prometían amor eterno, novios, esposos o amantes.

Gisèle y Fabiola viven en geografías diferentes, separadas no solo por la distancia sino también por lo que desde aquí vemos como desarrollo civilizatorio. En Francia. donde vive Gisèle, una mujer, la Marianne, simboliza las virtudes de libertad e igualdad. La página oficial del país galo la describe como una alegoría de “la belleza y la vitalidad de la República eterna”. Entre nosotros no se termina de entender la división de poderes de la República ni se acepta que las máximas investiduras del país, por públicas, carecen de vida privada. Violada una, golpeada la otra, comparten el lugar de las víctimas maltratadas por aquellos que dijeron amarlas y ahora tienen la vida íntima expuesta.

“A la Gisèle abogada se le adjudica la frase que utiliza la Gisèle violada: lograr “que la vergüenza cambie de bando””

La francesa como la argentina han elegido para sus denuncias a mujeres abogadas, y lo mismo hicieron los ex de Gisèle y Fabiola, defendidos paradójicamente por féminas. Pero mientras el caso de Fabiola avergüenza, aburre, desnuda la prepotencia del poder, la institucionalización de la mentira y el silencio de las feministas locales, tan activas en denunciar cuando se trata de otras alcobas, las francesas comienzan a hacer de Gisèle un emblema de dignidad. Una mujer –dicen– que sin consignas ni pancartas, sin representar a nadie más que a ella misma y a su familia, ha querido que el juicio sea público para exponer y llenar de vergüenza a esos cincuenta varones que en el tribunal de Aviñón eluden su mirada, esconden la cara y hasta se tapan los oídos para evitar los videos que el marido Dominique se encargó de grabar, unos 2000. Además de rescatar la figura de otra Gisèle (Halimi), que en la década del 70, como abogada, logró la condena de tres hombres que habían violado a dos mujeres belgas, y al obligar a que el juicio fuera público consiguió modificar la legislación y la cultura en relación con la violación, hasta entonces sin nombre propio.

A la Gisèle abogada se le adjudica la frase que utiliza la Gisèle violada: lograr “que la vergüenza cambie de bando”. Sin embargo, por “moralidad y decencia”, el presidente del Tribunal prohibió su exhibición y excluyó a la prensa de la sala para “proteger la dignidad del debate”. Ya quisiera el expresidente Fernández que se prohíba a la prensa divulgar su intimidad de alcoba. Sin cámaras ocultas en el lecho presidencial, Fabiola Yañez necesita mostrar las imágenes que fue archivando en su teléfono para lograr las pruebas que necesita la Justicia para los castigos penales. Por vulgar, confieso que así como me protejo con el mando del televisor y huyo de los mensajes y audios de los insultos de la pareja que fue presidencial, leo todo lo que se escribe sobre el caso que se revela en el tribunal francés de Aviñón. ¿Es Dominique Pelicot un “monstruo”? Ese es el calificativo más utilizado para describir a ese hombre de apariencia normal, buen padre, mejor marido, vecino respetable. ¿Qué decir de los cincuenta hombres acusados a los que dirigió como un director de cine? Hombres de todas las clases, edades y profesiones. Porque no tengo respuestas, prefiero ver a estos casos como excepcionales, porque no todos los hombres son violadores. Ni la vida amorosa resulta escabrosa. Me corrijo, las violaciones y los abusos sexuales no pertenecen a la órbita de lo amoroso. Sí de la intimidad.

La francesa Gisele PelicotMIGUEL MEDINA

Sin duda son necesarias la valentía y la fortaleza psicológica para animarse a mostrar las humillaciones y los dolores íntimos, como hizo la escritora francesa Neige Sinno en su libro Triste tigre. Sinno huyó a México tras conseguir que su padrastro pagara con la cárcel las violaciones a las que la sometió entre sus siete y catorce años. Con no pocos rechazos de las editoriales, debió esperar veinte años para que le publicaran el libro. Un testimonio crudo y desgarrador sobre lo que ella misma creía que era imposible narrar: “Podría haber contado mi historia desde una superioridad moral, como persona a la que han abusado. Pero esa posición me hubiera impedido explorar la complejidad de mi historia”, explica. De eso se trata, evitar las simplificaciones y las consignas.

“Como aleccionadora metáfora, tal vez se trata de andar despiertas, con conciencia y responsabilidad sobre nuestra libertad y nuestras vidas, para evitar, también, que nos dopen culturalmente y nos denigren como objetos y víctimas”

Otra escritora francesa, Lola Lafón, sentencia: no se trata de “monstruos” sino de “unos seres humanos mediocres”. Son gente corriente, personas normales que me llevan a pensar en la “banalidad del mal”, ese concepto no siempre bien entendido de Hannah Arendt, para quien cualquier ser humano mediocre, incapaz de discernir entre el bien y el mal, puede convertirse en un monstruo capaz de matar, indiferente al sufrimiento humano.

Gisèle y Fabiola son dos mujeres que nos miran desde sus dramas y espejan aspectos de la condición humana encapsulados en los cuentos que nos narran desde niñas. Los Barba Azul, o las Bellas Durmientes a la espera del príncipe encantado. No para que nos dope en la noche sino para que con un beso nos despierte a la vida. Nada decimos de la presión cultural de una sociedad que banaliza la sexualidad y el amor, demanda cuerpos femeninos modelados para el deseo, cosificados para la propaganda, diseñados artificialmente en las redes sociales porque una mujer, todavía, a pesar de las demandas de igualdad, debe ser deseada y mirada antes que respetada. Hay debates o conversaciones que eludimos entre nosotras y con los hombres a los que la intransigencia de los ismos y las consignas pusieron en el rincón de la penitencia. Es más fácil convertir a Gisèle en una heroína por su proeza de, a los 72 años, dejar que se muestre al mundo su cuerpo inconsciente manipulado por extraños ante el ojo del marido para que, por una vez, la vergüenza cambie de lugar. Tiene mérito su valentía, pero, aún cuando ella no se victimice, sigue siendo la mujer anestesiada, “asesinada por dentro”, en sus palabras.

Como aleccionadora metáfora, tal vez se trata de andar despiertas, con conciencia y responsabilidad sobre nuestra libertad y nuestras vidas, para evitar, también, que nos dopen culturalmente y nos denigren como objetos y víctimas.

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