viernes, 28 de febrero de 2025 19:36
La selva seca de la Chiquitania, fronteriza con Brasil, reverdece lentamente alrededor de la plantación de sésamo de Julia Ortiz. Santa Ana de Velasco, la pequeña comunidad donde vive esta agricultora de 46 años, está a 430 kilómetros de Santa Cruz, la próspera capital del mismo departamento. Las mujeres se quedaron a cargo de este poblado de 1.700 habitantes, al que solo se accede por carreteras sin pavimentar. Casi todos los hombres se han marchado por falta de trabajo. En la tarde, sólo se escuchan los gritos de los niños que juegan sobre la tierra rojiza.
Asimismo, pese a las lluvias que siguieron a la sequía, aún escasea el agua y los cultivos se marchitan sobre los campos. “Ya no es igual”, lamenta Ortiz. “No tenemos para el consumo”, dice. Las mujeres, en su mayoría indígenas, se unieron para reforestar el bosque mediante un “bombardeo de semillas” que esperan potenciar con drones con el apoyo de fundaciones.
Preparan el arsenal de las “bombitas”. Amasan, como si fueran albóndigas, esferas de tierra a las que cargan con simientes de árboles nativos. Sin embargo, las sequías más prolongadas, que científicos vinculan con la crisis climática, dispararon el riesgo de los chaqueos, una práctica de labriegos y grandes productores que consiste en talar el bosque y quemar el desmonte para preparar la siembra.
Carmen Peña muestra una honda con una bomba de semillas utilizada para reforestar áreas afectadas por incendios forestales en Santa Ana de Velasco, departamento de Santa Cruz, en la región de Chiquitania de Bolivia, el 11 de febrero de 2025.
Entre junio y octubre, las llamas destruyeron 10,7 millones de hectáreas en todo el país, según el Instituto Boliviano de Investigación Forestal (Ibif). Esta ONG estima que el 63,6% de la superficie dañada se ubicó en zonas boscosas, lo que podría evidenciar la “fuerte presión para ampliar la frontera agrícola”. El gobierno calcula que 75 mil familias resultaron afectadas y al menos cuatro personas fallecieron.
Carmen Peña, de 59 años, luchó en vano contra las llamas a 50 metros de su terreno. Al final perdió sus cultivos de yuca y plátano. Todavía hoy la lluvia y la ceniza de los últimos incendios secan sus nuevas plantaciones. “No sé cómo seguiremos sobreviviendo porque nuestros alimentos se nos acaban. No nos alcanzan para todo el año”, señala la agricultora.
Hace cinco años, un chaqueo se descontroló y la familia de Ortiz batalló toda la noche contra el fuego. “Si hubiera un tractor, ya no se necesitaría chaquear”, agrega la mujer que, en lo alto de una colina, le ha ganado terreno al bosque.
Asegura que antes pidió ayuda a su municipio para eliminar el desmonte, pero le dijeron que la maquinaria pública está malograda y que hay muchas comunidades para atender.
El investigador David Cruz, de la estatal Universidad Mayor de San Andrés, afirma que el Estado ha impulsado la deforestación, que sirve de combustible para los incendios, a través de normas “incendiarias” como los “perdonazos”, exoneraciones de sanciones para los causantes de los siniestros.
En la última década también se dieron prórrogas a productores para adecuarse a las leyes ambientales y autorizaciones para chaquear en múltiples hectáreas de bosques.
Santa Ana ya arrastraba una crisis hídrica que agravaron los incendios. A pesar de las intensas lluvias de los últimos meses, sus pozos aún no abastecen suficientemente a los moradores.
Sobre las cenizas grises de un bosque que aún no se recupera, Peña ruega entre lamentos: “Dios no quiera que vuelvan los fuegos”.