Muchos movimientos políticos de derecha tienen un ala complementaria –puede ser de centro o incluso de izquierda, puede ser radicalizada o moderada– que lo ayuda a llegar al poder e inmediatamente, salvo que se someta de modo incondicional, se convierte en un incordio. Ese apéndice siempre es eliminado. Pasó con los niveladores y los cavadores en la Revolución Inglesa de Cromwell en el siglo XVII; pasó con los enragés en la Revolución Francesa en el siglo XVIII; pasó con Ernst Röhm y la organización paramilitar Sturmabteilung (las SA) en 1934, cuando Hitler los fulminó en la Noche de los Cuchillos Largos; y pasó, salvando las distancias, con los montoneros imberbes a partir de la masacre de Ezeiza de 1973.
Después de caído el Imperio Chino, con la revolución de 1911, hubo un gobierno dominado por un movimiento llamado Kuomintang, compuesto por una minoría, pocas personas alrededor de dos líderes carismáticos: Sun Yat-sen, primero, y su cuñado, Chiang Kai-shek, después. Ambos con sus respectivas mujeres, y en el caso de Sun también las hermanas de su mujer. Era una reunión casi familiar, otra nota que en la Argentina conocemos bien.
Se trataba de un movimiento conservador y nacionalista, con rasgos fascistoides. Sin embargo, el Partido Comunista chino –por orden de Moscú y a regañadientes– debió aliarse al Kuomintang. En 1926, se confirmaron las prevenciones de los chinos que habían confrontado infructuosamente contra la idea de Moscú: Chian Kai-shek, ayudado por fuerzas parapoliciales, realizó una purga sangrienta de los comunistas que estaban dentro del Kuomintang. Es una ley histórica, pero increíblemente el centro y la izquierda no extraen lecciones, recaen en el mismo error y vuelven a adherir a los movimientos de extrema derecha.
Un discurso reciente que pronunció el presidente Javier Milei en el Festival Fratelli D’Italia Atreju, y que pasó un poco inadvertido, puede resultar útil para los que estén pensando en armar un frente único con él. Luego de hablar de “familia” y “lazos de sangre” (conceptos tan tribales como los de Sun y Chiang), hizo una serie de afirmaciones que, si no hubiéramos normalizado el populismo, deberían resultar escandalosas para la tradición liberal. Comenzó diciendo: “Hay que usar las armas del enemigo. La batalla cultural se rige por las reglas universales y atemporales de la política”. Primera pista: el kirchnerismo cultural es su verdadero faro.
Luego agregó que, para conformar alianzas políticas con otros espacios, no sirve el concepto norteamericano de partido catch-all, lo que en la práctica significa que solo aceptará adhesiones, no aportes conceptuales. Finalmente remató, en el colmo de la excitación iliberal: “Tenemos que ser como una falange de hoplitas, que siempre se impone sobre ejércitos más grandes, precisamente porque nadie rompe la formación”. El lenguaje es revelador: los hoplitas solo en Esparta se constituyeron como soldados profesionales y su rasgo decisivo era que no tenían individualidad, iban siempre abroquelados, sin porosidad. También Sun Yat-sen usaba este tipo de metáforas: “Tenemos que desembarazarnos de la idea de libertad individual y unirnos en un cuerpo similar a la sólida masa formada por la mezcla del cemento con la arena”.
Milei cerró aquel discurso en Italia (que no es cualquier país) diciendo que no hay que perder el tiempo buscando diálogos, ni dando explicaciones a quienes no las merecen, porque no hay consenso posible entre “el bien” y “el mal”. Es decir que enarbola una religión, un dogma. Sostuvo además que deben ser implacables porque el enemigo es muy poderoso; el mismo argumento que usaba Perón contra la “oligarquía beligerante” para justificar su autoritarismo. Aquí está la idea de descomplejizar el problema: si todo se reduce a un enemigo, basta abatirlo para alcanzar el éxito. ¡Cómo no se nos ocurrió antes!
Esta filosofía contradice la idea misma de partido político, que asume que la verdad en una democracia se construye de modo coral, porque el acierto no puede anidar en un manojito vip de iluminados. El mileísmo, como el peronismo canónico, no es un partido. La idea de parte lo espanta: para ellos la verdad es una sola y, por ende, ser tolerante con los que piensan distinto implica ser tolerante con el error. Son unanimistas, en tanto solitaria expresión del “ser nacional”. Como consecuencia de esta tendencia hay un total menosprecio por las instituciones, especialmente por el Congreso: el sitio plural de producción del debate público pasa a ser, bajo su cosmovisión, una entidad decadente donde se amotinan las “ratas”.
Cuando la retórica peronista hablaba de “pueblo” hacía un recorte, no se refería a todos los ciudadanos, sino exclusivamente a los obreros, a los “descamisados”. Dejaba afuera al resto. Por eso Perón, parafraseando a Mao, decía: “Al amigo todo, al enemigo ni justicia”. ¿Qué operación ejecuta Milei con su expresión “gente de bien” si no la misma que Perón con el vocablo “pueblo”? Otro recorte. Una vez que definen quién es el pueblo o la gente de bien, todo el saldo va al tacho de basura. Lo que ambos hacen es desconectar a más de la mitad de la sociedad y quedarse con el ajuar seleccionado, condensado y sintetizado en el líder providencial.
¿Quiénes representan el mal para los mileístas? Los mandriles sodomizados. Los viejos meados. Los que no la ven. Los periodistas profesionales. Los tibios. Los socialdemócratas. Los republicanos de café que, al querer denunciar la corrupción, lo único que hacen es poner palos en la rueda. El líder estigmatiza este lote en paquete, con un rotundo rótulo, “zurdos”, y sus acólitos (muchachos que se excitan con la idea simplista de que todo el problema se resuelve borrando al enemigo) pasan de la exclusión al odio: nace el hater. A diferencia del fascismo clásico, en la posmodernidad la violencia y la desaparición física ya no son imprescindibles, basta la erradicación simbólica, la opacidad social, el escarnio en las redes.
Pero hay algo más inquietante. El día de Navidad ocurrió ese episodio en el que un policía retirado mató a un colectivero que tenía puesta la música alta y muchos referentes libertarios defendieron al asesino. Uno dijo que el policía le dio una oportunidad y el colectivero “no lo leyó”; otro fue aún más explícito: “Se lo merecía por marrón incivilizado”. Es decir que el mal son también “los marrones”. Por serlo. Este dictamen racista no lo formuló cualquiera, este matón de teclado suele caminar de lo más campante por los pasillos de la Casa Rosada y es apañado por el Presidente, que no parece sentirse incómodo con la discriminación, tal como ya lo había probado cuando recibió –sin alarmarse– un regalo homofóbico del hijo de Bolsonaro.
En este escenario, ¿qué es lo que le propone Milei al macrismo cuando lo invita a sumarse a esta falange de hoplitas discriminadores? Lo invita a someterse. A ser vampirizado y disuelto en un frente único para arrasar a un enemigo imaginario. Y digo imaginario porque con ningún enemigo se negocian jueces, de ninguno se toman cuadros para puestos decisivos, a ninguno se lo plagia en la “batalla cultural”. Difícil pensar en un engendro tal como un liberalismo análogo al kirchnerismo.
Los humores del electorado son lábiles. Un partido es básicamente una idea de país: entre dos populismos que se mimetizan, uno de derecha y otro de izquierda, es necesario reconstruir una alternativa liberal y republicana que admita el poder limitado, el pluralismo y la defensa de las minorías. En política, la oferta crea la demanda, más allá de las efímeras mareas.ß
Conforme a los criterios de